Creo que hace ya algún tiempo que viene siendo necesario hablar de un asunto tan actual como espinoso. Y me llama la atención que no se hayan alzado voces autorizadas, que las tiene el notariado, en medio del páramo del silencio y desde el mas profundo asombro para llamar las cosas por su nombre. O simplemente, para explicarlas.
Afirmo que vengo observando desde hace bastantes años que nuestro quehacer, me refiero al de los oficiales, administrativos y puede que también el de los subalternos, ha sufrido un profundo cambio sin que se nos haya ofrendado ni el por qué ni el hacia donde vamos. Si yo les digo que ya no es suficiente que conozcamos las diferentes partes de una escritura pública (obviaré aquí el detalle técnico-jurídico de la distinción entre escrituras y actas pues no es éste el lugar para aclararlo), que tampoco basta que controlemos escrupulosamente lo que yo llamo la circulación de los documentos matrices en el despacho notarial, o que sepamos indubitadamente cuando de un instrumento hay que deducir copias, autorizadas o simples, o testimonios, formalizar partes de diversa índole, y en suma, ese variado proceso creativo y creador, no les miento. Los conocimientos teóricos, lo que antaño cualificaba a un empleado, ya no bastan porque por se prioriza el manejo de las nuevas tecnologías. Lo malo es que para vestir un santo hay que desvestir a otro.
Quede claro que yo no soy una persona que esté frontalmente en contra de los avances (aunque me tengo que acordar con ocasión de estas reflexiones de la corriente del antimaquinismo, una de las manifestaciones más antiguas y virulentas de protesta obrera que se remonta a los tiempos de la revolución industrial) sino que mis escrúpulos se ponen de manifiesto cuando veo que la implantación de los medios mecánicos está absolutamente priorizada sin justificación alguna salvo eso que se denomina arcanamente "el progreso".
He de confiarles que los empleados más jóvenes en nuestros despachos no tienen ningún reparo ni pudor en comenzar su jornada laboral introduciendo una tarjeta de plástico en una ranura; a continuación teclean una clave numérica (o alfanumérica, que también las hay) y acceden a lo que alguien ha venido a bautizar como “menú” (vamos, como el que tiene ante si la carta de un restaurante). Hechas estas manipulaciones ya disponen de una pantalla de ordenador en blanco y pueden desde el punto de vista técnico comenzar a crear documentos. A lo que hemos llegado! Y quien comprueba si realmente dominan la teoria antes de que se lancen a echar documentos al mundo? Resumo por si aún no han captado mi preocupante mensaje: los empleados de notarías cada vez saben menos derecho; se salvan los que tienen estudios por supuesto. En otro tiempo ningún empleado ponía sus manos encima de una máquina de escribir si no había superado un curso de mecanografía y por supuesto tenía los conocimientos suficientes para ponerse a escribir sobre algo concreto. Pues esto es lo que denuncio, cualquiera se sienta ante un ordenador como el que navega por internet y puede ponerse a escribir lo que le venga en gana. Y esto puede pasar en una notaría.
Les confieso que mi ánimo decae cuando veo las reacciones que reciben a veces las advertencias que con insistencia vierto: ¡mimad las formas! ¡respetad las formulaciones tradicionales! ¡cuidad el secreto del protocolo! Porque, a todo esto ¿a dónde va toda esa información de la que disponen por mor de su trabajo y vuelcan (y alli se revuelca informáticamente) al espacio exterior del mundo de la tecnolgía? Siempre he de recordar esto y no se me agradece suficientemente. Resumo también aquí: los empleados cada vez conocen menos de los procedimientos clásicos porque sus mentes han sido abducidas por los gurús de la informática.
Tampoco les extrañará, queridos confidentes, que mi máquina de escribir, mecánica por supuesto, sea ninguneada oprobiosamente cuando la informática y eso que llaman “las redes” falla y la notaria se atasca. No me embarga mayor satisfacción profesional que la de teclear con ritmo casi marcial mi querida “Underwood” cuando ya se oyen carreras por los pasillos y oficiales y oficialas buscan al causante de ese pandemonium de pitidos de servidores, estabilizadores y terminales. Ellos, dale que dale a lo suyo, en ese fragor harto improductivo mientras mi humilde persona, sola ante la demanda más rabiosa, se erige en el faro que arroja la luz de la fé pública sobre la penumbra que se cierne sobre el tráfico mercantil (o civil, podría ser) cuando la red eléctrica calla. Conclusión: si los ordenadores se vienen abajo parece que ya no importa el trabajo por hacer, la única misión es recuperar el funcionamiento de las cosas. Esto es el mundo al revés; las formas por encima del fondo.
Cuando los acontecimientos se precipitan y yo sigo en mi escritorio enarbolando la bandera del notariado, y si tengo la paz necesaria para terminar un documento mientras los paladines de la tecnología no producen, yo entro con íntima satisfacción en el despacho de Don Zoilo y le hago entrega formal y humilde del producto de mi ingenio y de mis pobres medios: por ejemplo, una escritura de poder especial materializada en dos folios (que es lo que ocupan tres caras y media incluidas las advertencias legales en materia de protección de datos). Todo escrito a máquina. Es que necesito un ordenador? Nadie quiere contestarme a esta pregunta con sinceridad...
Yo conozco muy bien a Don Zoilo, que es tan poco dado a los halagos explícitos como devoto cumplidor de los deberes del cuerpo al que pertenece (continuando la tradición que comenzara hace ya más de un siglo su abuelo Don Crescencio y continuara después su padre Don Almiro, “Tres generaciones al servicio de la fé pública” reza su blasón) y se que valora altamente mis esfuerzos; por ello no malinterpreto su silente obrar con respecto a mi trabajo. Él sabe muy bien que dejo a otros empleados más pujantes y ambiciosos la gloria que dan las escrituras de préstamos hipotecarios y otros documentos de generoso ingreso para el notario, y que me conformo con la callada aprobación que mis pulcros poderes y demás documentos que caen bajo el número 1 del Arancel obtienen de su parte. Detrás de un gran hombre siempre hay un subalterno leal dispuesto a inmolarse para gloria de su Caudillo. Yo no pasaré a la historia pero quizás él si lo haga.
Entenderán, igualmente, mis adeptos lectores, que a estas alturas del partido (como se dice ahora) carece de sentido seguir con esos seminarios mecanografía que hace algunos años yo impartía con cierto éxito aunque sea inmodesto decirlo asi. He de traer a colación aquí a cierto gestor administrativo de Madrid, que a mediados del siglo XX y sirviéndose exclusivamente de su máquina de escribir creaba verdaderos noticieros que permitía a los notarios de todas las provincias, plazas e islas de España conocer todos los pormenores de máximo interés para su oficio: oposiciones, concursos, jubilaciones, traslados y alguna defunción; en suma, la actualidad del escalafón. En cambio ahora, cuando hace algunos años que nuestro benefactor pasara a mejor vida, sus escritos de antaño son emulados usando con profusión la herramienta informática del “cortar y pegar”. Y así se pierde la prosa, se pierde el verbo, se pierde la hondura de las cosas bien hechas. Una vez mas afirmo que los avances han sepultado a la maquina de escribir.
Llegado a este punto he de comentar un incidente ciertamente desagradable. No se me puede pedir que me lo tome con humor, y no sé donde lo puede tener porque la jornada laboral del infausto dia de autos se inició en medio de un insolidario rumor con fondo de risitas. Lo cierto es que al llegar a la notaria cierto lunes me encontré mi “Underwood” en estado de haber sido víctima de una verdadera orgía: yacía volcada boca abajo sobre mi escritorio, le habian quitado algunas teclas de baquelita, le habia sido arrancada la cinta de tela y debajo del rodillo mostraba un folio de papel blanco con un grosero montaje de la fotografía de una señora pechugona pegada en una calificación del Registro Mercantil con el ignominioso texto (me temo que escrita con mi Underwood poco antes de ser deshonrada) “por aquí me paso yo las calificaciones, nene”. Y para rematar y si no fuera bastante todo lo anterior, tenía un chicle pegado encima de la tecla de la letra “ñ”. Mi modesto olfato criminalístico me ha llevado a buscar a los autores de esta fechoría para desenmascararlos una vez que por parte de los estamentos oficiales del notariado (a quienes me dirigí con verdadera preocupación) recibiera un no rotundo a mis peticiones de obtener una reparación del daño material y moral sufrido por mi persona; por lo visto no les preocupan estos hechos vandálicos que nadie sabe si podrían repetirse o incluso ir a más.
Apuesto por la tesis de que los culpables (hablo en plural pues deben ser necesariamente más de dos; tanta maldad no cabe en una sola mente) podrían bien ser subsaharianos o asiáticos pues unos y otros ni usan ni conocen la letra “ñ” y en su ignorancia la desdeñan porque les parecerá un signo sospechoso o de misterioso significado; el ultraje de la letra “ñ” es la que considero la pista mas caliente en mi investigación. Y como además me desapareció una lata de cacahuetes que estaba apenas estrenada muy posiblemente tendrían hambre o al menos ganar de picar entre horas estos desgraciados.
Aunque Yenifer, la señora que limpia la notaría por las tardes tiene un cuñado en Melilla y eso podría establecer cierto nexo de complicidad por su parte (es decir, ser un indicio de la eventual implicación de una célula fundamentalista del Rif) no la creo capaz de cooperar en esto que es más que una gamberrada, si es que centro mis sospechas en personal de la casa, una vez descartados todos los españoles. Por otra parte me cuesta imaginar cómo pudieran haber irrumpido en este sagrado despacho un comando de malayos, uzbecos, búlgaros o norcoreanos.
En cualquier caso sigo alerta mientras no se esclarezcan los hechos como también sigo desconfiando permanentemente, para qué negarlo, de la calidad de los ordenadores de la notaría pues provienen todos de Asia. Todos están hechos con plásticos baratos y se rompen, como por otra parte es normal si pensamos en que esos pueblos basan su alimentación en el arroz y en las dietas blandas. Sus cuerpos son enjutos, están mal desarrollados y su cerebro es más pequeño que el nuestro porque comen mal. Donde no hay alimentación de calidad tampoco puede haber producción industrial de calidad, y no soy yo el primero en acuñar esta teoría económica. Me temo que no contentos con vendernos sus ordenadores nos acabarán llevando el mantenimiento informático esas tiendas de chinos que no respetan los domingos y fiestas de guardar. Mientras esta gente esté cerca toda máquina de escribir esta en peligro de ser eliminada. Y las fuerzas del mal irán alcanzando sus objetivos.
Para terminar con las consecuencias de la ofensa he de añadir que Don Zolio no puso (ni va a poner ya) ningún interés buscar a los culpables, y se lo pedí con insistencia; si actuó asi fué sin duda para aliviar mi pena y mi dolor, que fueron tan grandes que incluso falté al trabajo dos días laborables debido a la depresión que sufrí por estos hechos. El asesor laboral de la notaria, para mi de forma absurda e incomprensible, no entendió que mi depresión fuera real (mencionó algo de un parte del médico de cabecera, ni que yo estuviera verdaderamente enfermo o fuera un blandengue que se pone malito cada dos por tres) y descontó de mis haberes de ese mes dos días. Supongo que me acordaré de este feo detalle el dia en el que decida hacer testamento si es que se le ocurre elegir nuestra notaria para hacerlo, claro está. Uno, como se suele decir, olvida, pero no perdona.